Cuarenta y siete

La magia que contiene un simple y sencillo ticket.

Carta de Sabines a Chepita

Recibir una carta así, el sueño. Aquí un fragmento:

Junio 4 de 1948.

 

Chepita:

Te digo que te quiero

te repito que estás en mí como yo mismo

te confieso otra vez que estoy enfermo de ti

que me eres necesaria como un vicio tremendo

imprescindible, exacta, insoportable.

Y eres mi salud, mi fortaleza, mi canto puro, mi alma intacta.

Devengo ser en ti. Soy cosa, cielo, infierno, tabú, divinidad.

Soy en ti lo contradictorio y lo simple.

La última esencia, el uno, la realidad.

 

-Jaime Sabines

Grande Rainer Maria Rilke…

«Ten paciencia con todo lo que no está resuelto en tu corazón y trata de amar a las preguntas mismas.»

flores

De Anaïs a Henry

Hay cosas bellas que encuentro por ahí de vez en cuando… Aquí una carta de Anaïs Nin a Henry Miller.

Louveciennes, 11 Junio 1932.

Henry:

Cosas que olvidé decirte: la quena es un instrumento similar a una flauta usada por los indios sudamericanos. Está hecha de huesos humanos. Su origen viene de la adoración que un indio nutría con su amada, y cuando ella murió le construyó una flauta con sus huesos. Tiene un sonido más penetrante que las flautas comunes.

Que te amo, y que cuando despierto en la mañana uso mi inteligencia para descubrir otros modos de apreciarte.

Que cuando vuelva June ella te amará más porque yo te he amado. Son nuevos laureles sobre tu cabeza ya coronadísima.

Que te amo.

Que te amo.

Que te amo.

Me convertí en una idiota justo como Gertrude Stein. Esto es lo que hace el amor a las mujeres inteligentes. No soy capaz siquiera de escribir cartas.

Anaïs

Anaïs Nin y Henry Miller, Historia de una pasión. 

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Omnia Vincit Amor

IMG_0323Ahí estaba, frente a mí la señora de unos 70 años, se quedó pasmada cuando me miró de pies a cabeza, solo que en sentido contrario, me examinó meticulosamente, me observó despacio y mientras lo hacía, algo la hizo detenerse a leer la frase que yo llevaba impresa en mi bolso: “Omnia Vincit Amor”, el amor todo lo vence.

Ella no se dio cuenta, pero yo también estaba observándola, y pude ver el momento exacto en el que terminó de leer la frase e hizo un gesto de incredulidad que difícilmente se confunde. Volteó su rostro y miró al otro lado, después volvió la cabeza y leyó de nuevo la frase, como si no pudiera creer que alguien llevara una bolsa con semejante disparate impreso, y repitió el mismo gesto de antes, como si la frase le pareciera absurda, ridícula, falsa, imposible. Desmentir a Virgilio no es poca cosa, y ella estaba ahí, haciéndolo en silencio con su evidente avanzada edad, su experiencia y sus muchos años vividos, con sus ojos brillantes que quién sabe cuántas lágrimas habrán derramado a lo largo del camino, sus manos con las venas saltadas, las manos de una mujer que ha tocado miles de sueños y se le han desvanecido, ahí estaba con su espalda un poco jorobada, como quien lleva encima una historia de luchas y batallas, algunas perdidas, otras ganadas, todas inolvidables, ahí estaba frente a mí, leyendo la frase con una especie de rencor que pude ver en su rostro arrugado y sincero. No pude evitar sentir tristeza.

“Omnia Vincit Amor”, yo sí lo creo. Y por eso lo llevo colgado del hombro, por eso escribo poesías, por eso de vez en cuando dibujo corazones y estrellas, por eso tomo fotografías de flores, por eso observo la luna y le pido deseos, por eso al ver ese gesto de la mujer me puse a pensar. ¿Debemos abandonar toda esperanza, sólo por haber vivido uno que otro desamor? ¿Debemos rendirnos y despreciar el amor, sentir resentimiento, mostrar incredulidad? ¿Debemos llegar a esa edad sintiendo coraje por lo que sufrimos por amor?

Quizá esa señora también a mi edad creía que el amor todo lo vencía, y la vida le mostró que no era así. Quizá se entregó una y muchas veces inútilmente, tal vez perdió al hombre que más amó en su vida. Quizá tuvo la oportunidad de vivir la más bella historia de amor y no lo hizo por miedo, por cobardía… tal vez no pudo decirle a alguien cuánto lo amaba y nunca se lo perdonó. Pensé en tantas historias qué podían haber generado esa reacción ante la lectura de una simple frase y no pude encontrar ninguna que fuera lo suficientemente trágica para dejar de creer.

La observé por unos minutos más, el tiempo que tardó en pasar el autobús que tenía que tomar, quise hablarle, preguntarle qué podía ser tan grave para dejar de creer en el amor, pero no lo hice, solo seguí mirándola deseando profundamente que antes de partir de esta vida pudiera recobrar la fe.

No quise esperar más el autobús y empecé a caminar. No podía dejar de pensar en lo que acababa de pasar, era inevitable. Entonces mientras recorría la avenida pedí a la vida coraje, y el valor suficiente para ver la realidad tal y como es, pase lo que pase. Pedí también la capacidad de aprender de cada experiencia, pedí la comprensión de que el amor nunca muere, que solo se transforma en bellos recuerdos y enseñanzas. Pedí que mientras esté viva, pueda sentir el amor en todo lo que me rodea y pueda entregarlo sin límites y sin miedo. Y pedí con todas mis fuerzas que la vida me siga demostrando que es verdad, que el amor todo lo vence.

Buscando

Cuando buscamos nuevas formas de crear, nos abrimos, exploramos dentro de nosotros y nos atrevemos a mirar en los rincones más lejanos; ahí donde nunca nos habíamos asomado. Y es fascinante descubrir que hay mucho más de lo que logramos imaginar, un espacio totalmente nuevo y diferente. Único, desconocido, secreto. Es cierto eso de que el que busca encuentra. No sabemos qué vamos a encontrar, no sabemos cómo ni cuándo, pero al menos ya estamos buscando.

buscando

Eso es música.

Sumergirte en una sinfonía que se vuelve totalidad mientras la habitas.  Sentir como el aire que respiras te entra hasta las venas y te hace invisible. Imaginar que vuelas. Abandonar todo contacto con el exterior y quedarte contigo a solas. Te parece como si las notas te acariciaran suavemente. Tu sombra danza, por un momento se separa de ti y tiene vida propia. Eso es música.

Heridas

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Los libros heridos también duelen.

Un día en la playa

Decidí regalarme un día en la playa, tenía ganas de ver el mar. Así que desperté, me puse un traje de baño, un vestido de lino y salí hacia la estación. Tomé un tren que me llevara a la playa más cercana, me subí y me senté del lado de la ventana. Ya iba disfrutando desde ese momento, me había preparado con un libro, un durazno y con mis audífonos escuchaba una selección de música clásica que había sido meticulosamente preparada algunos días antes.

Bajé del tren y me dirigí rápidamente hacia el mar, que bella sensación al caminar en la arena. Ahí estaba, inmenso, brillante y azul, confirmé que no pude haber tomado una mejor decisión ese día. Me acosté en la playa y leí entretenida con el sonido de fondo de las olas por un buen rato. De vez en cuando me detuve para observar mi entorno, vi a los niños jugando con cubetitas y palas, uno en particular me hizo mucha gracia, que jugaba contento y corría cada vez que su madre se acercaba a aplicarle ugüentos y cremas protectoras, cuando lo alcanzaba él se desesperaba quejándose, aunque al final se dejaba hacer todo resignado. La preocupación de la madre era tanta que repitió la simpática operación al menos 5 veces durante toda la mañana.

De pronto saltó a mi vista una pareja de unos cuarenta años, los vi hablar con señas. Él sonreía mientras movía sus brazos de arriba abajo, como quién quiere decir que va a nadar. Ella le hizo una seña como diciendo que esperara un poco, y sacó de su bolsa un par de cremas, una se la dio a él, sacó también una botella de agua y una revista. Se acomodó en un camastro mientras él se puso crema en los hombros y en la cara. Pasó a su lado un vendedor de helados y escuché que ella le dijo que no quería nada, y le agradeció sonriente, entendí que solamente el hombre era sordomudo. Se comunicaban a señas, de una manera muy tierna y amorosa.

Todos alrededor parecían contentos, reían, jugaban alegres, pero yo sentí que el señor sordomudo era el más contento de los que estábamos ahí. Lo observé y sentí su felicidad contagiarme. Después de unos minutos los vi dirigirse hacia el mar, él tenía prisa por llegar, así que caminaba  rápido y le hacía una seña a la mujer de que se apurara. No pude dejar de verlos porque me enternecieron enormemente. Cuando entraron al mar fue evidente que su alegría se incrementó, saltaba emocionado y ella lo miraba sonriendo. Me sentí afortunada de ver lo que estaba viendo, y todo lo que pude ver ese día a través de ellos.

De regreso en el tren pensaba en esa pareja. Mientras leía el libro sentí un gratitud por mis ojos, por la vista. La reflexión me llevó a agradecer por mis oídos también, por todos los sonidos y la música que llena mi vida de ritmos maravillosos que me alegran el alma. Por la voz que es  un regalo más, algo tan nuestro, tan personal, el medio por el cual salen las palabras con las cuales podemos decir que amamos, pedir perdón, agradecer. Me puse los audífonos y escuché como nunca antes el Nocturno de Chopin Op. 62, fue sumamente especial, mis oídos estaban tan felices, yo estaba tan feliz. Puse mi mano derecha sobre mi pecho, sentí el fuerte palpitar de mi corazón. Mientras observaba el paisaje por la ventana me llené de una tremenda emoción por estar viva.