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Omnia Vincit Amor

IMG_0323Ahí estaba, frente a mí la señora de unos 70 años, se quedó pasmada cuando me miró de pies a cabeza, solo que en sentido contrario, me examinó meticulosamente, me observó despacio y mientras lo hacía, algo la hizo detenerse a leer la frase que yo llevaba impresa en mi bolso: “Omnia Vincit Amor”, el amor todo lo vence.

Ella no se dio cuenta, pero yo también estaba observándola, y pude ver el momento exacto en el que terminó de leer la frase e hizo un gesto de incredulidad que difícilmente se confunde. Volteó su rostro y miró al otro lado, después volvió la cabeza y leyó de nuevo la frase, como si no pudiera creer que alguien llevara una bolsa con semejante disparate impreso, y repitió el mismo gesto de antes, como si la frase le pareciera absurda, ridícula, falsa, imposible. Desmentir a Virgilio no es poca cosa, y ella estaba ahí, haciéndolo en silencio con su evidente avanzada edad, su experiencia y sus muchos años vividos, con sus ojos brillantes que quién sabe cuántas lágrimas habrán derramado a lo largo del camino, sus manos con las venas saltadas, las manos de una mujer que ha tocado miles de sueños y se le han desvanecido, ahí estaba con su espalda un poco jorobada, como quien lleva encima una historia de luchas y batallas, algunas perdidas, otras ganadas, todas inolvidables, ahí estaba frente a mí, leyendo la frase con una especie de rencor que pude ver en su rostro arrugado y sincero. No pude evitar sentir tristeza.

“Omnia Vincit Amor”, yo sí lo creo. Y por eso lo llevo colgado del hombro, por eso escribo poesías, por eso de vez en cuando dibujo corazones y estrellas, por eso tomo fotografías de flores, por eso observo la luna y le pido deseos, por eso al ver ese gesto de la mujer me puse a pensar. ¿Debemos abandonar toda esperanza, sólo por haber vivido uno que otro desamor? ¿Debemos rendirnos y despreciar el amor, sentir resentimiento, mostrar incredulidad? ¿Debemos llegar a esa edad sintiendo coraje por lo que sufrimos por amor?

Quizá esa señora también a mi edad creía que el amor todo lo vencía, y la vida le mostró que no era así. Quizá se entregó una y muchas veces inútilmente, tal vez perdió al hombre que más amó en su vida. Quizá tuvo la oportunidad de vivir la más bella historia de amor y no lo hizo por miedo, por cobardía… tal vez no pudo decirle a alguien cuánto lo amaba y nunca se lo perdonó. Pensé en tantas historias qué podían haber generado esa reacción ante la lectura de una simple frase y no pude encontrar ninguna que fuera lo suficientemente trágica para dejar de creer.

La observé por unos minutos más, el tiempo que tardó en pasar el autobús que tenía que tomar, quise hablarle, preguntarle qué podía ser tan grave para dejar de creer en el amor, pero no lo hice, solo seguí mirándola deseando profundamente que antes de partir de esta vida pudiera recobrar la fe.

No quise esperar más el autobús y empecé a caminar. No podía dejar de pensar en lo que acababa de pasar, era inevitable. Entonces mientras recorría la avenida pedí a la vida coraje, y el valor suficiente para ver la realidad tal y como es, pase lo que pase. Pedí también la capacidad de aprender de cada experiencia, pedí la comprensión de que el amor nunca muere, que solo se transforma en bellos recuerdos y enseñanzas. Pedí que mientras esté viva, pueda sentir el amor en todo lo que me rodea y pueda entregarlo sin límites y sin miedo. Y pedí con todas mis fuerzas que la vida me siga demostrando que es verdad, que el amor todo lo vence.

Lugar correcto, momento correcto

No son pocas las veces que me pregunto si estoy en donde tengo que estar, si este es el momento justo para estarlo, si estoy recorriendo el camino correcto. Generalmente encuentro alguna explicación muy vaga, motivos que justifican lo que hago día a día, y más que nada me vendo y me compro mis propias razones, al final lo dejo, porque son de esas certezas imposibles de tener. Y me digo que sí, me convenzo. Sin embargo hay días en que el universo me lo muestra de una forma tan evidente que me conmueve, me llena el corazón de alegría y los ojos de lágrimas de felicidad.

Estaba ahí sentada, escribiendo lo más rápido que podía, ya me dolía el dedo índice por presionar tan fuerte el bolígrafo, he pensado que eso puede deberse a mi forma incorrecta de tomarlo; sin rendirme ante semejante sufrimiento físico, continuaba escribiendo, el profesor hablaba muy rápido y con ese acento que tiene, entre cubano y mundano que a veces me resulta incomprensible. De pronto entró en un argumento que no tenía nada que ver con el tema de la clase, esto me hizo levantar la cabeza para mirarlo, dejé de escribir y simplemente me dispuse a escuchar lo que estaba por decir, como si mi alma supiera de antemano que sucedería algo increíble.

Habló de ese libro, el libro que terminé de leer hace exactamente 6 días. Que no venía al caso. Ese libro que empecé varias veces y no había podido terminar. A veces renunciaba después de las primeras diez páginas, un par de  veces me faltaba poco para llegar a la página cincuenta. Sólo que esta última vez hubo algo que no me dejó soltarlo, no supe qué fue. Lo entendí solamente al escuchar al profesor entrar en el discurso, y decir en voz alta la primera frase del libro, que además me sé de memoria por haber emprendido su lectura tantas veces. En ese instante supe que todo era perfecto, que yo tenía que haber terminado el libro antes de ese día, antes de ese preciso momento, que no hay errores ni casualidades y que incluso los libros que leo, los leo en el momento justo. No pude evitar sonreir, y sentí cómo los ojos se me llenaron de tímidas lágrimas por la emoción, la alegría, el asombro ante tanta magia, ante lo inmenso de este universo.

Se terminó la clase, salí del aula y lo único que podía pensar era lo afortunada que soy al saber que estoy en donde tengo que estar y que éste es el momento justo para estarlo.